¿Puede Suicidarse un País? (Segunda parte)

La democracia en España no está en peligro. Por eso tenemos que salvarla. ~Víctor Lapuente, El País de Madrid. Marzo 19, 2019.


Las grandes potencias apoyaron en el pasado a déspotas ignorantes, sanguinarios y corruptos que ocasionaron la desgracia de sus pueblos. Si se cuantificaran sus víctimas en el Medio Oriente, Asia, África y América Latina, sumaríamos una cifra aproximada a las de cualquiera de las guerras mundiales del Siglo XX. No es una estadística fácil de elaborar ni su realización está entre las prioridades de los que se reúnen regularmente en Davos.

Pero los habitantes de aquellos “países/víctimas” tienen una idea bastante precisa de sus respectivos “holocaustos”. Después de que sus dirigentes actuales decidieran volverse democráticos—muchas veces con el mismo elenco que acompañó a las dictaduras—nadie quiere hacer un inventario de los logros pues se llegaría a la inevitable conclusión de que los beneficios de esas democracias inventadas, fueron insignificantes. O directamente nulos.

En relación a estas experiencias, se ha registrado a lo largo de las últimas décadas, un gran número de publicaciones. Una reciente es el libro, “Cómo mueren las democracias”, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, convertido en un referente sobre el tema. No alude solamente a los regímenes que sucedieron a las antiguas dictaduras del Tercer Mundo, sino también a las del Primero, a las de los países que en otro tiempo “exportaron civilización” al resto pero que en la actualidad—y debido a las tantas frustraciones y fracasos acumulados—han hecho que sus electores rodeen sin disimulos a populismos y derechas de todos los pelajes: desde euro-escépticos, racistas o simplemente conservadores, hasta violentos ultras que desprecian a cualquiera que no pertenezca a su grey, cuando no los agreden violentamente.

¿Que no son de temer? Pues, SÍ. Antonio Martínez dice en El Confidencial: “La extrema derecha está presente en 17 parlamentos de la Unión Europea. En siete países forman parte del Gobierno y en dos gobiernan en solitario”. El periodista José María Lassalle definió el fenómeno como “populismo cesarista… una dictadura encubierta. Convierte la democracia en víctima de una sumatoria de malestares para afianzarse como la única alternativa frente a la decadencia y el desorden de una sociedad fragmentada”.

El problema es que el motivo de esa fragmentación se encuentra en algunos casos, en la misma composición étnica de los Estados Nacionales, en los que la creciente hostilidad hacia los extranjeros pobres (obviamente no a cualquier extranjero, hay que aclararlo), se agudiza en aquellos que protagonizaron la expansión colonialista de antaño, o de cuando los períodos de violencia y hambre asolaran en tiempos más recientes al “viejo continente” y sus ciudadanos tuvieran que huir hacia cualquier parte. Se trata de los mismos países cuyos ciudadanos hoy no quieren sudacasentre ellos. Y tampoco quieren negros después que devastaran el continente africano. Y ya que estamos … no quieren a nadie más. Porque además de padecer los problemas característicos de nuestros tiempos—desocupación, crisis económica y conflictos sociales derivados—EUROPA SUFRE TAMBIÉN DE AMNESIA, una muy profunda y aguda que hasta hace olvidar a sus líderes de algo fundamental e indispensable para la comprensión de todo: la propia historia.

Un dato: entre 1870 y 1920 llegaron 25 millones de inmigrantes a América …¡sólo de Italia! (las estadísticas son italianas). Incorporemos a la cifra las respectivas nacionalidades (españoles, alemanes, polacos, húngaros, búlgaros, entre otros) y además, acontecimientos: dos guerras mundiales y conflictos internacionales europeos o con intervención de europeos, para verificar un aluvión poblacional que llenó de apellidos europeos al continente. Como puede notarse, las cifras son sideralmente superiores a las muy exiguas, que hoy quitan el sueño a los ciudadanos de Europa y a sus líderes.

Concluyamos en que probablemente pueda evitarse que los inmigrantes golpeen las puertas de las herederas de las grandes dinastías feudales del pasado. Sólo faltaría a que después de ayudarles a deshacerse de sus déspotas, se respete lo que ellos decidan sobre sus vidas y para sus gobiernos. No más “procesos de paz” o de “normalización democrática” para que continúen—con otros nombres—los despotismos anteriores. Ya se ha visto la calidad resultante de los “gobiernos democráticos” que el mundo desarrollado ha impuesto y protegido en América Latina, África, Medio Oriente o en Asia (ver: ¿Puede Suicidarse un País? (Primera Parte). Se conoce igualmente del “vigor” de estas democracias, pues siguen desencadenando miseria y violencia, exilio y desarraigo, refugiados y desamparo, hambre, muertes y daños colaterales diversos, exactamente semejantes a los sufridos en los tiempos de los “dictadores amigos”, los que, por cierto, se marcharon para que los “demócratas” actuales sigan fieles a las viejas amistades: el FMI y las potencias comerciales del mundo.

¿Hasta cuándo?