¿Qué Hacer? (Parte I)

Frente a cualquier comentario, reflexión o denuncia que cualquiera haga sobre la situación del país, surge—casi siempre e inevitablemente—la pregunta: “¿Qué hacer entonces?” Y a ésta, la consabida recomendación: "Tenemos que denunciar, participar, comprometernos...". Se leen a propósito citas de Gandhi, Churchill, Montesquieu y de María la pastora. Y ante tanta voluntad de participación y compromiso, surgen cadenas de apasionadas exhortaciones sin que los sujetos de la crítica o el oprobio se den siquiera por enterados.

Al final, parecemos miembros de una cofradía de inocentes, con rituales mecánicos, informatizados, predecibles y por lo mismo, sin consecuencia alguna: nosotros participando, protestando, opinando y ellos—los políticos, el gobierno o quienes fuesen los responsables de la situación en cualquiera de esos estamentos—tan campantes y mediocres, tan ineficientes e irresponsables, sin que Dios o la Patria les demanden por absolutamente nada.

Por lo que a más de 20 años de esperanzas y promesas de cambio fallidas, seguimos exactamente igual, pero más cansados, desilusionados, más viejos y (parece) más desorientados que nunca.


(Aquí se encuentran la Parte II y Parte III)

Preocupado por la interpelación del “¿Qué hacer?”, no se me ocurre ninguna respuesta y antes de intentar alguna, pediría que echáramos una mirada sobre los hombros para ver qué fue de nuestras preocupaciones o participaciones anteriores. ¿Qué de nuestras ilusiones de años pasados? Y sobre todo, ¿dónde están los líderes que las encarnaron? Por ahí hay alguno—o algunos—que prometieron "destapar las ollas de la corrupción", o llevar "de la oreja a todos los corruptos a Tacumbú". Otros, aun más drásticos, prometieron arrojar los "bofes" de sus adversarios "a los gatos". Hubo promesas cautas como para "una forma diferente de hacer política", o delirantes ofreciendo "trabajo en primer lugar".

Todos estos prometedores muchachos siguen estando en alguna parte más arriba (en la escala de poder) que nosotros. Ciegos, sordos, impunes y empecinadamente indiferentes a nuestras denuncias—a las anteriores, a las actuales y de seguro a las que vendrán. Porque en el Paraguay no existe, aparentemente, castigo para nada y nadie. Los que prometen el cielo en las campañas electorales nos regalan el infierno durante el ejercicio de sus respectivos mandatos, sin ningún problema ni penalización alguna. Para eso se "cuotea" la composición de cuanto Tribunal exista, y especialmente la del Superior Tribuna de Justicia Electoral.

De acuerdo a la dinámica de la comunicación y la estadística poblacional, aquellos promeseros tienen sempiternas oportunidades y nuevos seguidores. Simplemente se renueva el padrón electoral con otros más jóvenes que nosotros, con ganas y derechos de incorporase a la cadena de esperanzas, aportando nuevo fervor y nuevos votos, y que están dispuestos a escuchar—y creer— en las mismas promesas que nosotros creímos. ¿Porqué no?

Y cuando se habla de movilización, se entiende que la indicación va para las personas de siempre, para aquellas más sensibles, las que son "tocadas" por la misma indignación, para las que han participado y se movilizan desde décadas atrás y hoy se frustran porque no tienen el mismo éxito de los que lo hacen ocasional y oportunamente—frente al Parlamento o donde sea, por dentro y fuera del "marchódromo"— o el mismo éxito de los que se mueven en pos de ventajas mal calificadas como "derechos adquiridos"; por incrementos salariales o "reajustes familiares".

A los que salen a la calle aplicados a la misma eficacia de los "barras bravas" que aprietan a jugadores, técnicos o dirigentes para lo que fuere; o de los que cierran rutas ¡o hasta canales de navegación! por reclamos de subsidios o indemnizaciones por los efectos de La Niña, El Niño y sus padres. Con el agregado que los que se movilizan por dinero (o por "acuerdo$" que no fueron atendidos en la última entrevista que tuvieron con el mismísimo Presidente de la República) operan de manera uniforme y sin fisuras, con una “unidad granítica” digna de mejores épocas.

Nosotros sin embargo—esa imprecisa masa ciudadana, mayoritaria y silenciosa—no nos hemos dado cuenta todavía que en los tiempos democráticos, si el objeto de la movilización no aparece imputado en alguna columna del Presupuesto Nacional de Gastos, no tiene ninguna posibilidad de éxito. Nosotros—voluntariosos pero desorganizados, idealistas pero inocentes, los que pedimos decencia y eficacia, responsabilidad y honestidad a los que nos gobiernan—sólo escucharemos el eco de nuestras propias voces y el silencio de los interpelados como respuesta. Porque estaremos de acuerdo, probablemente, sólo con la idea de movilizarnos, pero ya empezaremos a diferir en cuanto a sus alcances u objetivos, en cuanto a qué, a quién y cómo pedir. Diferiremos sobre el origen de las culpas, la categoría de mal o hasta de las soluciones que deben ser implementadas, y aunque logremos consenso para la participación probablemente estemos en desacuerdo en cuanto a las acciones posteriores.

Nos alentamos a la movilización, a la participación pero no tomamos en cuenta que lo hemos hecho muchas veces; que muchas veces ganamos batallas; que tuvimos oportunidades, pero que también ¡fracasamos!. Reconozcámoslo. En realidad, no queremos acordarnos que hemos fracasado: que hubo compañeros, líderes o como quieran llamarlos, que nos han defraudado, que nos han mentido y que muchas veces, hemos sido más crédulos y confiados de lo prudente. Muchas más veces todavía, al verificar que ellos, "los nuestros", eran tan idénticos a lo mismo, les regalamos nuestra fraternal disculpa, solidaridad, o como quiera llamársele a la pusilanimidad que nos convertía en sus cómplices.    

Entonces, de nuevo: ¿qué hacer?. Si me permiten ahora, creo que tenemos que crear—entre TODOS—un código, una conducta, una causa nacional, si lo prefieren. O revalorizar los patrones de convivencia que existen, respetándolos escrupulosamente, desmantelando esa notable capacidad que tenemos de relativizar lo que hacemos de mal o perverso, lo que en alguna medida—sólo en alguna medida—hace que nos parezcamos a quienes criticamos y contengamos en nuestra incoherencia los gérmenes de nuestra propia desdicha. Porque para salir a la calle proclamando ideales, tenemos que sostenerlos con un alto sentido de la moral y de la coherencia, siendo mejores ciudadanos, o al menos mejores que "los malos".

Porque cuando éstos perciben que no nos separamos de los vicios y defectos que condenamos en ellos, se sienten autorizados a pensar que somos iguales. De manera que si nos pensamos buenos, deberíamos serlo. Si nos creemos mejores, debemos demostrar que lo somos. Es la legitimidad que falta para "movilizarnos."

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