Paz del Chaco
Artículo publicado en el Diario ABC Color de Asunción el 12 de junio del 2020.
Se cumplen hoy 85 años de la finalización de la Guerra del Chaco, contienda bélica terrible e insensata, como todas las guerras, en la que perecieron 36.000 paraguayos de entre 15 y 35 años. Miles más retornaron del frente, mutilados, agotados por la tensión que impone todo peligro, agobiados por las enfermedades, calcinados por el sol, atormentados por la soledad y la tristeza, extenuados por días y noches de vigilia en las trincheras, imaginando tal vez que la siguiente jornada sería la última; o que el próximo proyectil de mortero pudiera caer sobre ellos.
Muchachos que vieron morir a sus hermanos; que recogieron de los campos arrasados a sus amigos; o que tuvieron que matar a otros jóvenes circunstancialmente enemigos para defenderse. Jóvenes que, aún con la convicción de que estaban allí para salvar al Paraguay de sus quebrantos eternamente irresueltos, soñaban con volver a sus amados “valles”, a sus casas, junto a sus seres queridos, o simplemente regresar con vida de aquel infierno, porque anhelaban continuar sus estudios o formar una familia. Cuando finalmente retornaron—los que pudieron hacerlo—desfilaron por las calles de Asunción en aquella brumosa mañana del 22 de agosto de 1935, sin que pudieran ser reconocidos siquiera por los suyos, dado el calamitoso estado de depresión física y mental en el que se encontraban.
Muchachos que acudieron al llamado de la patria sin que nadie les obligara o presionara, que se acercaron a los cantones de reclutamiento desde los más recónditos lugares de la campiña, porque supieron que el Paraguay estaba en peligro. No tenían radio, ni televisión. No leían diarios. Pero por alguna razón hoy inexplicable para nosotros, se impusieron el deber de acudir a aquel llamado.
Eran también jóvenes como los que ahora nos preocupan en los estrépitos de la madrugada, con familias, sueños y pesares. Jóvenes que jamás subieron a un automóvil, que no tuvieron una motocicleta ni un teléfono celular, pero contaban con un sentimiento raro de encontrar—para no decir ausente—en la conducta de mucha gente de hoy: PATRIOTISMO, amor por el suelo que los vio nacer, sentimiento que tal vez tuviera que ver con la historia nacional que lograron entrever en sus textos escolares o porque fueran motivados por el legado de los grandes hombres y mujeres de antaño, o porque ellos mismos quisieran dejar a los que vinieran, el fruto de sus desvelos y sacrificios.
Chicos que, aún sin la edad reglamentaria para cumplir con sus deberes militares, mintieron la que tenían para ir al Chaco. Fueron al frente con la certeza de que sus padres, hermanas y sus hermanos más pequeños—arrojando la tristeza y el temor—iban a cuidar “el fuego del hogar” y cultivar lo que pudieran para sumarse a la defensa y a la alimentación de la tropa en el frente.
Jóvenes que, al término de la Guerra, fueron recibidos como lo que eran: HÉROES, cuando aquel Desfile de la Victoria. Fueron agasajados mientras duró el crepitar del triunfo, el eco de los cañonazos o el estampido de las balas, mientras persistiera la algarabía que festejaban su regreso y el fin de la contienda. Después, NADA. Solo fueron jóvenes que se fueron muriendo como sus recuerdos, en la medida en que se desteñían también las imágenes de su amigos, hermanos y camaradas que quedaron tendidos en los cañadones chaqueños.
Sobrevivientes de mil infortunios que se fueron yendo en medio de nuestra indiferencia e ignorancia sobre lo que realmente pasó en la guerra, con una compasión hipócrita y la conciencia mutilada como las piernas de algunos de ellos, con nuestra sensibilidad cristiana acallada con el tintineo de las monedas que les arrojábamos por el atrevimiento de haber sobrevivido.
Hoy quedan—“sobran” sería mejor decir—poco más de 200 ex combatientes, cada uno de ellos con más de una centuria cargando sobre sus espaldas. ¿Puede hacerse todavía algo para superar estos 85 años de ingratitud? En realidad, poco y nada.
Pero en contraste, llama la atención que en estos días de “cuarentena inteligente”, floreció la creatividad y el ingenio de las autoridades para programas de subsidio, ayuda social, pensión alimentaria, kits de alimentos y otros beneficios para centenares de miles de personas. Para los ex combatientes de la guerra del Chaco nunca hubo nada parecido. Sólo eran privilegiados en cada 12 de Junio con el paseo que los traía desde sus casas para desfilar ante el “primer ex combatiente”, Gral. Alfredo Stroessner. Después, tal vez un desayuno y las loas de siempre.
En los 364 días restantes: olvido y desdén.
Sin embargo, una de las muchas cosas que debiéramos hacer, si fuera posible mañana mismo, es concretar el Proyecto que durante años y hasta su muerte, el arquitecto Homero Duarte, ex combatiente, piloto aviador y artillero, proponía a cuantos quisieron escucharlo: sembrar 36.000 arbolitos—uno por cada compatriota muerto en la guerra—desde el banco San Miguel hasta el Jardín Botánico y Zoológico de Asunción, a lo largo de la Costanera, mirando hacia el gran Chaco, para que tendamos entre nosotros y el territorio que motivara tantos sacrificios, una floresta que represente el LEGADO que debemos a los héroes de la contienda, a aquellos jóvenes que murieron con la esperanza de ver a la patria liberada de sus agresores, o de verla libre de cualquier estigma que postergara su redención y progreso.
Para que con este merecido y necesario homenaje, empecemos a construir—sin ninguna excusa—el Paraguay que merecieron aquellos mártires y soñamos todos.