El Museo del Holocausto (que no tenemos)
En las Cartas Anuas de la Compañía de Jesús, registro de la experiencia de la Orden Católica durante la evangelización de los indígenas, puede leerse acerca de las bienvenidas que los guaraníes brindaban a los sacerdotes, de cuando los recibían “llorando de alegría”, contándoles su historia de luchas y padecimientos para que ellos pudieran estar ahí y que los visitantes los conocieran y valoraran, aún en medio de las lágrimas.
A 300 años y miles de kilómetros de distancia, Elber de Souza (más conocido como Giovanni Elber, ex futbolista brasileño) explicaba que cuando fue contratado por el Bayern Munich en los ’90s del siglo anterior, el documento le obligaba a aprender alemán y tomar un curso de historia alemana, elementos indispensables—argumentaban los dirigentes de la entidad—para que Giovanni pudiera integrarse al grupo y armarse de los mismos recursos emotivos que sus compañeros en la defensa de los colores del Club.
El pasado mayo, el presidente Horacio Manuel Cartes Jara, se manifestó emocionado al visitar el Museo del Holocausto en Israel, una nación que demostró que aún sin territorio propio para albergar a su pueblo, pudo esperar la “tierra prometida” desde siglos atrás, sostenido por la llama votiva de su historia y el legado de pasión y compromiso que ésta le imponía.
¿Y nosotros? ¿Qué hicimos los paraguayos con nuestra historia? ¿Dónde quedaron el compromiso de conocerla en profundidad y honrar a la patria y a quienes le ofrendaron sus vidas? Ramón J. Cárcano, escritor argentino, dejó asentado en un libro sobre la Triple Alianza esta opinión sobre el Paraguay: "Fuera de este pequeño país, no hay mayor inmolación ni heroísmo en la historia humana".
Comentando “el suicidio de la nación paraguaya” durante la misma guerra, el brasileño Joaquín Nabuco expresaba a su vez: "Es, en su trágica inconsciencia, el más alto ejemplo que ha dejado en la historia, el sentimiento patrio en los tiempos modernos. Es dudoso que haya sido igualado, y circunda con la aureola del martirio el nombre del Paraguay".
Si hubiésemos aquilatado el valor de ese pasado digno—si los paraguayos lo hubiésemos convertido en un saber operativo y útil—no tendríamos que obligar a nuestros jóvenes a cantar el Himno Nacional. Si tuviésemos algún sentido de responsabilidad con el legado de sangre y sacrificio de nuestros mayores, no incurriríamos en la incoherencia de emocionarnos con la historia ajena, sin haber otorgado a la nuestra, importancia alguna.
Si hubiésemos contado con las decenas de museos que nuestra historia merece—y que no tenemos—habríamos hecho que los mandatarios que nos visitan regresaran a sus lares emocionados, más que los nuestros cuando van afuera, con las retinas cargadas del rico pasado del Paraguay. Si así fuera, nadie de ninguna parte habría podido impresionarnos en materia de sacrificio colectivo en el empeño por mantener la dignidad de la nación y su integridad territorial. Si los sitios históricos que jalonan el largo via crucis de 850 kilómetros de territorio nacional estuvieran visibles, accesibles y señalizados, hubieran podido motivar la peregrinación de nuestros jóvenes para abrevar de la fuente que marcó a sangre y fuego el destino de la patria. Pero no ha sido así. Y NO ES ASÍ … pero si así fuera, otra habría sido la realidad que hoy nos acongoja.
Siguiendo con los supuestos, la Comisión para Conmemorar el Sesquicentenario de la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza—creada por Ley de la República en noviembre de 2014—tal vez hubiese servido para la reconsideración de nuestra historia y una inyección de autoestima nacional. Dicha Comisión sin embargo, diluye su actuación en algo parecido al Vy’a Guasu del Bicentenario, “festejo" que nos deparó una “borrachera de emociones” de la que despertamos después y hasta ahora, con la resaca de la dura realidad: nuestros héroes nuevamente olvidados, los sitios de nuestra historia abandonados o invisibles y nuestro sentido de la responsabilidad social junto al del honor y patriotismo, completamente devaluados. Como ha venido siendo desde antaño.
La más terrible consecuencia de estas ya habituales muestras de desdén hacia nuestra historia, es que los paraguayos no asumimos la dimensión del sacrificio, la que debería movilizarnos para ser mejores. Al ignorar los paraguayos nuestra historia, al devaluarla con nuestra ignorancia, nos despeñamos en la distensión y la frivolidad con todas sus derivaciones: desde la irresponsabilidad de algunos, la indiferencia de muchos, hasta la corrupción e impunidad con las que todos somos castigados.