Dicebamus Hesterna Die
“Decíamos ayer”, dijo Fray Luís de León (1527 - 1591) a sus alumnos, al retomar a sus clases de la Universidad de Salamanca después de cinco años de prisión. La pena le había sido impuesta por traducir al castellano “El cantar de los cantares”, sin autorización de la jerarquía Católica. El gesto y la expresión sirven aún hoy para un par de enseñanzas fundamentales:
La primera es que hay verdades que no deben ser dichas, o mejor, que no hay verdad si no es reconocida como tal por los que detentan el poder o por los que se creen dueños de un saber indiscutible e incuestionable.
La segunda es que al pronunciar esa frase, simplemente le damos continuidad a lo que hacíamos; que decidimos retomar la sucesión de los días a pesar del tiempo robado por una injusticia; que seguimos con el Hoy desde el mismo Ayer que quiso borrarnos, sin siquiera argumentar contra la sinrazón, sin conceder a la barbarie una interlocución que no merece. “Nunca fui más libre que cuando estuve en la cárcel”, escribió alguna vez Jean Paul Sartre.
Pasaron 442 años y a lo largo del tiempo transcurrido, miles de seres humanos en centenares de ocasiones, habrán tenido que hacer frente a la misma disyuntiva que Fray Luís, con las distancias que corresponden a una época (siglo XVI) en que la penumbra no sólo cubría las aulas de Salamanca, sino las mentes de autoridades supuestamente dotadas con la luz de la virtud y del conocimiento. Tal vez entonces menos que ahora, incidentes similares siguen marcando la interminable lucha de nuestras sociedades para poner fin al autoritarismo y radicar lo que se declama como virtud: honestidad, sentido de responsabilidad y honor, firmeza y determinación, la inacabable confrontación del bien contra el mal, hacer lo que deba hacerse en procura de que lo primero se materialice y persista, al mismo tiempo que lo opuesto sea castigado y definitivamente proscrito de nuestras vidas.
Pero aún cuando nos asista la certeza de que el triunfo de lo virtuoso supondría un mundo sin conflictos y en paz, sabemos también que allí afuera—sin más techo que el cielo— estamos lejos de lo perfecto; que en el trajín cotidiano, la conducta pública no se atiene a los códigos morales que se dicen respetar, sino es un simple deshecho de la educación recibida, de los estímulos o des-estímulos del medio, de las frustraciones y cicatrices que nos marcaron el alma, además de lo genético que bailotea en nuestros torrentes sanguíneo— condimentos que han terminado por concretar la hostilidad a la que nos condenamos todos los días.
Y ya aproximándonos hacia el panorama del Paraguay … ¿Qué de nuevo hay que no haya sido motivo de preocupación, lucha y luto en el pasado? ¿Corrupción? Hoy tenemos leyes y se han creado instituciones de contraloría pero hasta ahora, pocos fueron sancionados y con mínimos rigores. ¿Pobreza? Los que ya eran pobres están bordeando la indigencia, mientras lastima la indecente riqueza de algunos. ¿La ignorancia y sus desoladoras secuelas? Antes, pocos sabían mucho mientras en la actualidad, la gran mayoría sabe poco y le interesa poco de lo que sabe. ¿La violencia? De tanta abundancia, dejó de ser noticia, además de que el mal evolucionó hacia formas más sutiles, crueles y perfeccionadas, que ya ni siquiera parece lo que es.
No es ninguna novedad afirmar entonces que como todos los seres humanos, los paraguayos desarrollamos la contradictoria disposición de combinar leyes, preceptos morales y declamaciones altruistas con el más desenfadado cinismo para transgredirlas privada y públicamente. En pleno siglo XXI, vemos que quienes accedieron a la mejor educación posible en nuestro país, se despeñan en malas prácticas en busca de ventajas indebidas, ya sea para interferir la acción de la Justicia, inflando los costos de obras e inversiones públicas o amañando licitaciones. Otros siguen aferrados a esquemas morales del pasado, hostiles hacia cualquier diferente mientras toleran, encubren o conviven sin inconvenientes con un violador, con un golpeador de mujeres, con el que niega el sustento a su familia, y hasta puede votar a un corrupto en una elección, o apoyar a quien ya electo, defrauda miserablemente.
Tal parece que retomamos la simple sucesión de los días para que aquella patria misteriosa, digna y patriota en la que soñaron nuestros antepasados, siga siendo para nosotros, un ayer inalcanzable.