¿Fueros o Ley de Protección al Chorro?
La Constitución Nacional consagra en el artículo 46 del Capítulo III, que, ”Todos los habitantes de la República son iguales en dignidad y derechos. No se admiten discriminaciones”. Por lo que, con independencia de sutilezas jurídicas y recursos de interpretación, somos iguales.
Pura teoría porque algunos, aunque con más obligaciones y competencias que otros, cuentan con privilegios debidos al cargo. No obstante, y si lo expresado en el susodicho artículo fuera verdad, tienen la obligación de obedecer las leyes, y si no, la Ley de Fueros debería llamarse como ya lo llaman en Argentina: “Ley de Protección al Chorro”.
Sabemos que entre las prerrogativas de los Representantes están los dichos Fueros, los que deberían posibilitar solamente que los miembros del Poder Legislativo argumenten y debatan con libertad sobre los asuntos sometidos a su juicio, sin temor a demandas o reclamos. Nada más. Ese es el espíritu de la figura y así debería ser para no contrariar el texto constitucional. Si cualquiera de ellos comete un delito de acción penal pública, tiene que ser sometido a la Justicia.
O, dicho en términos llanos y alegres: si una Senadora o un Diputado roba, defrauda, mata u ocasiona un accidente de tránsito, tanto como si cometiera una estafa, defraudación o delito común semejante, debe ser castigado con los mismos trámites aplicables a un ciudadano cualquiera. Sin embargo, con un rigor exactamente opuesto, hoy son beneficiarios hasta el punto de la impunidad. Deberían ser castigados con penas acordes a sus atributos y privilegios, como una forma de restablecer la igualdad constitucional de los ciudadanos. Es la diferencia entre Democracia y Dictadura—entre una República y las Monarquías Feudales. O en todo caso, y entre las tantas reformas prometidas a la Carta Magna, el artículo 46 debería decir: Todos los habitantes de la República son iguales "pero algunos son más iguales que otros”.
El Fuero es por definición “la inmunidad parlamentaria o legislativa, adjudicada a los representantes por las opiniones que manifiesten y los votos que emitan en el desempeño de sus cargos, en sesiones de sala o de comisión”. Esa es la única razón por la que deben existir y existen, con diferencias de matices y alcances en casi todos los sistemas constitucionales.
Uno de esos “matices” requiere la previa autorización de un Tribunal de Alzada (apelable ante la Corte Suprema) para que las autoridades legislativas pueden ser procesadas en caso de delito flagrante. Pero en el Paraguay—isla sin mar, cementerio de las teorías, donde los males necesarios se eternizan y se los ha utilizado en vez de la ciencia, la razón o la justicia—sabemos que no es así y ahí están, impunes y campantes los privilegiados representantes del pueblo, con salarios de primer mundo, con desayuno, almuerzo y bocaditos pagos, además de combustible para sus vehículos. Algunos de ellas/ellos han defraudado y han mentido. Otros más, han envilecido el rol con desbordes dignos de alguna farándula orillera. Mientras, los demás, más compinches que colegas, los han justificado explícitamente o le han otorgado como excusa, algún sofisma o silencio cómplices, cuando no se ausentaran de las cámaras si correspondía conceder un desafuero o permitir simplemente que se cumplan los reglamentos que ellos mismos sancionaron para moderar sus conductas. Todos, de alguna manera, en alguna medida, están involucrados en la emergencia, alteración o sostenimiento de los vicios que enlodan una institución democrática tan indispensable como el Parlamento Nacional.
Pero enfrentada a la corrupción que nos castiga a todos y en vez de aplicarla y combatirla como corresponde, desde los más altos niveles, la clase partidaria sólo ha atinado a bajar los brazos para que continúe la inercia de la impunidad. Aún aquellos pretensiosos de posibilidades en cuanta elección se presente, la miden según les favorezca o perjudique, todos perdonando a los corruptos de su grey, porque saben que ellos devolverán con votos lo que se les favoreció en regalías o complicidad.
Alguien afirmó que en estos casos, el perdón es una forma de perdonarse a sí mismos, una auto absolución que tiene muchas implicancias, aunque la más grave, es la distensión moral que se convierte en caldo de cultivo para todos los males que descienden en cascada hacia el resto de la sociedad y que todos prometen solucionar, cuando mienten en sus campañas electorales.